miércoles, 16 de enero de 2013

VOCES. Sobre la publicación de un libro - Dalton Trumbo (1941)

Estimados, sufridos ciberlectores (y ciberlectoras): me complace comunicarles que nos hemos metido a editores. "Lo que nos faltaba", exclamará tal vez alguno (o alguna). Y no se equivoca: es exactamente lo que nos faltaba para ser gente de letras plenas, cabales y comilfó. Ahora ya está. La cosa se llama Artefakte y es como sigue:

"Artefakte es un entramado de complicidades pensado para provocar esos pequeños cataclismos del pensamiento. Nos interesa el libro más allá de sus límites convencionales, como un bien común que genera riqueza. Publicamos todo tipo de útiles (libros, vídeos, blogs...) que contribuyan a subvertir la gramática cultural de nuestro tiempo. Mucho más que libros, artefaktes".

No está mal, ¿eh? El caso es que, tras un largo periodo de gestación, Artefakte por fin ha lanzado al mundo a sus dos primeros retoños. El uno nos ha salido un tanto díscolo y protestón y con mostachos de bucanero; y el otro una pizca hirsuto y asilvestrado. Pero ambos se hacen querer -se lo prometo- y están deseosos de que los acojan en la confortable calidez de sus hogares. Afuera hace frío: apiádense.


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Como complemento e incentivo a la lectura de El tiempo del sapo, les ofrecemos la traducción de una carta de Dalton Trumbo inédita hasta ahora en castellano. Vean, vean cómo se las gastaba el pavo.

[Traducción del inglés: Diego Luis Sanromán]


NOTA DEL EDITOR: En las épocas en las que la guerra se aproxima, siempre se habla mucho de hacer “sacrificios”. Tales sacrificios, como se ha demostrado en el pasado y también en controversias más recientes, normalmente se traducen en bajadas de salarios, ampliación de la jornada, subida arbitraria de los precios y restricción de la libertad de expresión. Pero no en la limitación de los beneficios. Los pensadores y escritores de mentalidad liberal encuentran cada vez más obstáculos para expresarse. Los dirigentes japoneses suelen hablar de “pensamiento peligroso”. Existen pruebas de que en la América de hoy hay muchos autores sometidos a una censura no oficial y otros que, por temor a perder su medio de vida, se censuran a sí mismos. Por eso nos complace presentar aquí una reciente controversia amistosa entre Dalton Trumbo y sus editores con referencia a ciertos pasajes de su nueva novela. Este decoroso intercambio de opiniones tuvo, en este caso, como resultado la victoria del autor, que logró que se incluyeran los pasajes a los que en principio se habían opuesto los editores.

Querido Dalton: En lo que se refiere al propio manuscrito, tenemos algunas observaciones que hacer y le agradecería que nos diera una pronta respuesta, ya que el proceso de producción del libro está muy avanzado. En primer lugar, todos los que lo hemos leído creemos firmemente que la conversación entre Andrew Long y el general Jackson sobre el tema de la ayuda estadounidense a Gran Bretaña en la guerra en curso supone una distracción dentro de la historia. No me malinterprete: no planteamos esta cuestión porque estemos personalmente en desacuerdo con lo que suponemos es su opinión al respecto. De hecho, es una escena muy bien escrita y en otro contexto resultaría de lo más efectiva. Aquí, sin embargo, se diría que el pasaje se ha añadido con posterioridad. No tiene nada que ver con la historia de la corrupción en Shale City (salvo de forma bastante remota). En nuestra opinión, llamará poderosamente la atención de los críticos y probablemente haga que algunos de ellos valoren el libro solo por ese pasaje y no por el resto de sus méritos. Que esto podría tener un efecto adverso sobre el éxito del libro es algo que nos parece incuestionable. Por otro lado, la inclusión de dicho pasaje parece ponerle una fecha demasiado específica a la historia. Para cuando salga el libro, solo Dios sabe qué nuevos acontecimientos habrán ensombrecido el traslado de los cincuenta destructores. Por favor, no malinterprete el espíritu de esta sugerencia. Sé bien lo que trata de comunicar. Creo que es importante y defendería con mi vida su derecho a decirlo. Solo pienso que este no es el lugar adecuado por las razones que acabo de exponer. El libro ha sido enviado al impresor con esa sección incluida, pero espero que nos envíe un telegrama autorizándonos para retirarlo de las galeradas…

Atentamente,
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LOS EDITORES.

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Querido ----------: […] Ahora, en lo que respecta a los dos capítulos en cuestión: estoy de acuerdo en que muchos críticos los atacarán y que su reprobación afectará a la venta del libro. Por eso debo conciliar mi natural deseo de vender montones de libros con la filosofía personal que me impulsa a escribir este tipo de libro en particular. Quiero explicar dicha filosofía tan claramente como sea capaz, para que entiendan que no soy arbitrario en este asunto. 


Sé exactamente lo que persigo: la creación de al menos una novela genuinamente buena. Sé perfectamente bien que, hasta el momento, no he alcanzado dicho objetivo. En consecuencia, debo contemplar todo lo que he hecho, incluido mi último trabajo, como un material efímero que solo se leerá dentro de veinte años si finalmente doy en el clavo con ese libro que hará de mí un gran escritor. Hasta que llegue ese libro –si es que llega-, puedo estar seguro de que las únicas personas que leerán mi obra dentro de dos décadas serán mis dos hijos. Es bastante posible que entonces digan: “el viejo escribía malas novelas”. Pero quiero que, desde esa perspectiva de veinte años, también sean capaces de afirmar: “pero buenas o malas, tenía algo que decir y lo dijo; se puso del lado de los buenos en una época en la que no resultaba provechoso ni popular hacerlo”. Lo que es más, no quiero que para esas fechas estén preparándose para una matanza a las órdenes de algún político patriotero. Y la única forma que conozco para evitarlo es escribir, aquí y ahora, tan furibundamente como sepa, contra aquello que, en último término, podría costarles la vida.

Todavía recuerdo alguna de las cosas que se escribieron antes de nuestra entrada en la última guerra y odiaría ser uno de los hombres que las escribieron (como, de hecho, la mayoría de sus autores han llegado a odiarse). Vivimos en una época de compromisos tan espantosos que solo un puñado de hombres saldrá de ella con el honor intacto. He visto a mi alrededor hombres decentes, de gran talento y profunda honestidad, hombres mucho mejores que yo, comprometerse con el sentimiento dominante de su tiempo porque estaban manifiestamente atemorizados. Creo que lamentarán amargamente su postura. Creo que muchos se han destruido a sí mismos. Y yo no puedo unirme a ellos. Si suprimo esos dos capítulos, seré uno más, pues habré dado el primer paso –que siempre es el fatal- hacia el compromiso. Tal como yo lo veo, los errores de omisión son tan graves, aunque tremendamente más insidiosos pues es más fácil incurrir en ellos, como los de comisión.   

Estoy dispuesto a admitir –al menos hasta cierto punto- que esos dos capítulos no tienen una gran relevancia en la historia personal de Andrew que me he propuesto narrar. Pero la consecuencia lógica de tal reconocimiento es afirmar que el material superfluo dentro de una novela de hecho constituye mal arte. El señor MacLeish y un amplio círculo de críticos –la mayoría de los cuales atacará a Andrew, a no ser que lo ignoren- suscribían recientemente la opinión de que muchas buenas novelas de la última década han tenido un efecto pernicioso sobre el público. En esencia, venían a decir que el buen arte no tiene que ser necesariamente bueno para el lector. Y daban a entender enérgicamente que, durante la crisis actual, estaría bien olvidarse del buen arte y concentrarse, en su lugar, en algo que contribuya a la fortaleza moral de los Estados Unidos. Acepto sus máximas. Si me atacan por haber puesto mis sentimientos por los Estados Unidos por encima de mi sensibilidad por el arte, se encontrarán en una situación extremadamente ridícula. Si me atacan porque mis ideas sobre la fortaleza moral de los Estados Unidos difieren de las suyas, sus motivos resultarán igualmente débiles, pues para que la gente pueda elegir por sí misma se le tienen que presentar todas las partes en litigio. Dicho brevemente, no dudo de que los críticos tendrán su influencia y de que se pondrán en mi contra; pero mi trabajo como escritor consiste en tener en cuenta solo lo que tengo que decir y no lo que los críticos tienen que decir sobre mí y sobre mi trabajo.

Pero más allá de la cuestión de si deberían incluirse o no esos dos capítulos, está el problema más amplio del realismo y la honestidad. Huelga decir que la guerra afectará a Andrew. Incluso podría matarlo. La guerra, por otro lado, tiene un efecto considerable sobre el juicio de la última parte del libro. Me parece razonable que se admita su existencia antes del clímax. En lo que a mí respecta, durante el último año he sido incapaz de hablar durante una hora con un amigo sin que la guerra se colase en el debate y afectase radicalmente al tema de conversación. Creo que se cuela en el pensamiento de todo estadounidense. Sé que se cuela en todo lo que planeo para mi familia y para mí. Llevo una tarjeta de registro que restringe mis movimientos. Soy una criatura numerada del gobierno. Me resulta inconcebible que Andrew Jackson, al volver a la tierra después de casi un siglo de ausencia, no logre descubrir la principal motivación de nuestra época. Que no se encontrase con la guerra supondría engañar al lector, eludir el problema, distorsionar la verdad. En mi opinión, sería mala literatura, puesto que trato únicamente acontecimientos contemporáneos. Si los críticos me acusan de meter innecesariamente la guerra en el libro, por mi parte les acusaré de ese mismo aislacionismo de avestruz, de esa misma evasión de los hechos reales que tan vigorosamente denuncian en sus todos sus escritos.

En cuanto a la oportunidad de esos dos capítulos, en la historia nos enfrentamos exclusivamente con el presente y la publicaremos tan pronto como sea humanamente posible. Me inclino a pensar que el asunto de los destructores –bueno o malo- fue un paso histórico que nunca dejará de resultar oportuno. El desembarco de 10000000 hombres en el continente europeo nunca sería tan importante –de llegar a producirse- como el asunto de los destructores, que estableció el mayor precedente para dicho desembarco. Creo que, para nuestra desgracia, seguiremos leyendo sobre el asunto dentro de cincuenta años.     

De una cosa estoy seguro: hay multitud de hombres capaces y de talento escribiendo desde la perspectiva opuesta. Producen mecánicamente libros, artículos, ensayos y columnas de opinión con la misma feliz desconsideración por el arte y el mismo interés por sus efectos directos que a mí se me puedan echar en cara. Pero solo hay unos pocos que escriban desde el mismo lado que yo. Creo que el natural equilibrio de la democracia demanda una oposición literaria tanto como una oposición política. Y además creo que tal demanda también genera un mercado para esa oposición literaria.

Hablo con una gran cantidad de personas de los más variados sectores que están firmemente en contra de la guerra. Alguien debe escribir para ellos. No puedo poner mis esperanzas en que su oposición a la guerra se refleje en las elecciones, pues los candidatos de la oposición no ofrecen al pueblo una idea clara que pudiera servir al electorado para expresar sus opiniones a favor o en contra de la guerra. Pero sí creo poder afirmar que el oeste de los Estados Unidos es aislacionista de corazón. No quiere la guerra. Algunos visitantes procedentes del este me cuentan historias escalofriantes sobre lo diferentes que son las cosas en la costa atlántica. Para mí resulta desafortunado que la costa este, en la práctica, tenga el monopolio de la crítica y del público lector. Pero yo soy un hombre del oeste y supongo que mi obra asume necesariamente esa coloración occidental.

Lo cierto es que me complace la perspectiva de leer a esos críticos que alabaron Johnny cogió su fusil por su contenido antibelicista invertir completamente su posición al leer Andrew. Pues serán ellos, y no yo, los que hayan cambiado. Y creo que, a pesar de ellos, encontraré lectores. Existe todavía mucha gente resistiendo contra la guerra en el Congreso, en las iglesias, en las universidades, en los sindicatos. Su integridad es tan incontestable como la del Comité William Allen White (1). Espero que, dentro de esta minoría, encontremos lectores suficientes para hacer de Andrew una empresa moderadamente exitosa. E incluso si no es así, me habré mantenido fiel a las creencias que considero importantes y, en consecuencia, seré un mejor novelista de su futuro elenco.    

Revisando lo que acabo de escribir, contemplo la divertida posibilidad de que probablemente esté siendo de lo más pretencioso, pues un discusión tan prolongada en torno a Andrew implicaría una trabajo mucho mejor de lo que en realidad es el libro. Tal vez sea un mal trabajo sin paliativos. Dios sabe que se escribió de forma lo bastante apresurada como para que así sea. Si tal es el juicio de los críticos, me propongo aceptarlo y mantener la boca cerrada. Pues, en lo más profundo de mi corazón, me niego a aceptar la idea de que un mal libro debería ser encomiado porque dice cosas buenas o viceversa. Así que, ya ven, estoy perfectamente preparado para creer que he fracasado estrepitosamente con Andrew. En cuyo caso, mostraré mi arrepentimiento como es debido y me esforzaré por hacerlo mejor la próxima vez.

* Revista New Masses, 11 de febrero de 1941.


(1) También conocido como Comité para Defender América Ayudando a los Aliados o como Comité White. Creado en mayo de 1940, tenía como principal objetivo promover el apoyo material al esfuerzo bélico británico contra las Fuerzas del Eje y evitar, de este modo, la implicación directa de los Estados Unidos en la guerra europea.



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