jueves, 25 de abril de 2013

FICCIONES. She’s an angel, I am the monster.





El Comisario está estribado contra el escaparate de una tienda cerrada, en una calle sin tráfico ni gente. Un viento leve le va arrancando la ceniza del cigarrillo que se le consume entre los labios agrietados. Transcurren algunos minutos. Cuando siente que la toba está a punto de quemarle los labios, la arroja sobre el polvo y la apaga de un escupitajo. Después se queda observando el esputo de color gris hasta que oye el ruido de unos pasos que se aproximan desde el otro extremo de la calle. Piensa: “si fuera alguien con ánimo de matarme, ya estaría muerto. Quiero decir: YO estaría muerto”. Piensa: “en otro tiempo, aquí debían de proliferar los seres, las cosas vivas. Pero ya no”. Piensa: “¿cuántas son tres por veintisiete? ¿Y por veintinueve?”. Y también: “siento retortijones. Tal vez sean los nervios, la excitación. Pero ¿nervios de qué? ¿Nervios por qué?”. La seca percusión de los pasos del extraño se hace sentir ahora muy cerca y su eco llena por completo cada rincón de la calle vacía. El Comisario piensa: “el crotoreo de las cigüeñas” y vuelve la cabeza hacia el lugar del que procede el sonido. Una figura difuminada por el sol que le queda a la espalda se acerca por la otra acera. El Comisario aprieta los párpados y, haciendo visera con la mano derecha, trata de determinar la identidad del caminante. Cuando casi lo tiene enfrente, repara en que es un hombre que porta un maletín de cuero raído y calza unas botas desgastadas de lo que parece piel de serpiente. Del interior del maletín sale un clic, clic, clic de hierros que chocan entre sí. El hombre se detiene al llegar a la altura del Comisario e imita su gesto: frunce los párpados y se cubre los ojos con la mano que tiene libre. Luego le saluda alzando ligeramente el mentón. Al Comisario le vienen vislumbres de recuerdo a la mente, retazos de descripciones, fotografías desvaídas que le dicen que conoce a ese tipo, que ya lo ha visto en algún lugar. Y entonces cae en la cuenta: esa figura espigada que lo observa desde el otro lado podría ser Tom. Cierto es que tiene un aspecto más avejentado de lo que él pensaba, que tiene el rostro afeitado y el cabello cortado casi al rape, que parece algo más magro que el Tom que él recuerda o imagina, pero con todo… El Comisario le devuelve el saludo y se diría que el otro lo interpreta como una invitación a aproximarse, de forma que, antes de que pueda darse cuenta, ya lo tiene apenas a un palmo de distancia. Durante unos instantes ambos se miran sin hablar, pero enseguida el hombre deja el maletín a sus pies y comienza a palparse los pantalones y la chaqueta de cuero en busca de no sé sabe muy bien qué. Por fin, extrae un arrugado paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos de la camisa y le ofrece de fumar al Comisario. El Comisario lo rechaza con un gesto de la mano. “Acabo de tirar uno”, dice señalando la colilla circundada por un menudo halo de humedad, y el otro le replica con una media sonrisa esquinada. “¿Y fuego? ¿Tendría usted fuego?”. El Comisario se saca un chisquero plateado del bolsillo interior de la americana y le brinda la llama al extraño. Este la protege del viento con ambas manos y deja escapar un “gracias” por la comisura de la boca. Después echa hacia atrás la cabeza y expulsa el humo hacia lo alto. “Es como si aullase”, dice para sí el Comisario, mientras se guarda el encendedor y se queda observando la prominente manzana de Adán del hombre, los esternocleidomastoideos en tensión, la silueta de la carótida.  

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